En España hay una media de 93.000 divorcios al año, una cifra que se incrementa año tras años – pandemia aparte – y que tiene que ver con las nuevas formas de relación, las nuevas definiciones de la vida en pareja cada vez más alejada del cliché tradicional de los últimos 40 años, y una búsqueda más activa de la felicidad, sólo o en pareja. Estas situaciones de ruptura de la relación tienen un claro impacto, en mayor o menor grado, entre los dos miembros de la pareja, pero también sus efectos en quienes les rodean: principalmente, los hijos e hijas. El proceso es un trauma en su concepción más evidente de ruptura de las rutinas cotidianas, de la seguridad del entorno hasta ahora conocido y de las incertidumbres que se generan frente a un futuro por definir. Si todo ello afecta a los adultos, es más que razonable pensar en el impacto que tiene entre los menores, los hijos e hijas de la futura expareja.

Si toda crisis supone cambio, también oportunidad, en general ese tránsito de un estado a otro también supone afecciones emocionales, personales, de autoconfianza, además de una serie de sentimientos que van desde la tristeza, a la rabia, el sentimiento de fracaso o de liberación. O, lo que es más común, todos estos sentimientos u otros muchos más a la vez. Si el peso que supone ello a los adultos es ciclópeo, entre los menores, debemos entender que puede ser abismal. Del modo de gestionar esta situación dependerá de una evolución en positivo o en negativo de la relación tanto a nivel personal, de pareja o en relación a la pareja y con los propios hijos. Un clima de tensión de la pareja, tampoco parece el mejor entorno para el crecimiento saludable emocional de los menores.

Una ruptura de pareja, desde la consciencia, la actitud responsable y la capacidad de análisis – más allá del dolor que pueda generar – debe cuidar también su entorno, y establecer límites concretos al dolor ajeno, en especial al de los menores.

Desde Instituto Alcaraz siempre le hemos dado una importancia esencial al proceso de comunicación. Explicar qué está pasando, por qué ocurre esta situación entre los padres y qué efectos tendrán en ellos es un primer paso. Los menores, cada uno en el nivel de madurez propio, deben conocer qué está pasando y qué va a pasar.  Un diálogo abierto, y compartido entre las dos partes de la pareja, le generará un entorno más seguro, evitará el sentimiento de abandono y les generará confianza. En el caso perfecto, si la explicación es conjunta entre los dos miembros de la pareja, el efecto positivo es magnificado.

Sin lugar a duda, una de los errores más comunes es la utilización de los menores contra alguno de los miembros de la pareja. La crítica, el reproche o los sentimientos más negativos contra el otro miembro de la pareja ante los menores o con ellos, no genera un clima positivo. Los menores no necesitan la presencia de papá o mamá, lo que necesitan es un clima de paz, de sentimientos positivos, de respeto y de confianza para poder crecer con seguridad. Más allá de si los padres viven o conviven juntos. Eso sí, la distancia no tiene por qué significar disparidad de criterios en cuanto a la educación, es fundamental la corresponsabilidad en la educación de los menores y, se viva juntos o no, eso debe estar consensuado y pactado.

Si algo quieren los menores es estar con papá y mamá. En la mayoría de los casos, intentarán que sea juntos, como ha sido hasta ahora. Pero, cuando ello no es posible, lo que sí debemos hacer es mantener el contacto, intensificar la relación que puede ser intermitente por los acuerdos de custodia y, sobre todo, aprovechar el tiempo para compartir y disfrutar con ellos.

Eso supone evitar que sean el centro de las disputas judiciales, económicas o de cualquier tipo, por lo que es esencial dejarlos fuera del posible círculo del conflicto, generalmente cuando por la edad su capacidad de comprensión de determinados asuntos es muy limitada.

En estos procesos de separación o divorcio, es esencial la comunicación entre todas las partes. El respeto, sobre todo a los menores y todo lo que ello conlleva. Y el interés sincero de todas las partes de generar y construir un entorno emocionalmente estable que permita al menor crecer y desarrollarse en plenitud, comprendiendo los nuevos modelos de relación entre sus progenitores, sintiéndose amados y partícipe de la vida de todos ellos, aunque no sea necesariamente en el mismo hogar.

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