Los modelos educativos son, con toda probabilidad, uno de los fenómenos sociales que más han variado en los últimos 30 años, gracias a una sociedad que avanza, que establece criterios de seguridad, protección y desarrollo mejores, y promueve sistemas que buscan escenarios para un mejor crecimiento personal y social. Al menos, en la teoría y en las sociedades occidentales convencionales. Porque lo cierto, y en cierta medida como fruto de la evolución pendular de extremo a extremo en la que gira el comportamiento y el desarrollo de las sociedades, también se dan fenómenos menos positivos. Estamos hablando del modelo de ‘crianza helicóptero’, el olvido del valor de la ‘cultura del esfuerzo’ y todos los efectos que ello conlleva hacia una pérdida de autonomía con los efectos en la salud emocional que comporta en el menor.

Los expertos en psicología infantil y los pedagogos observan con preocupación un modelo que considera a los padres y madres sobreprotectores como helicópteros que sobrevuelan sobre sus hijos e hijas en un incontrolado sentimiento de sobreprotección y de férreo control sobre ellos. Sin duda, en la mayoría de los casos, fruto de una equivocada gestión de la responsabilidad de ser padres, donde se prima la seguridad y el bienestar del menor.

Pero lo cierto es que este tipo de comportamientos y modelos limita en muchos casos el desarrollo autónomo del menor, la evolución natural y el principio de prueba y error que, en muchas facetas cotidianas de la vida, son esenciales para un crecimiento equilibrado, emocionalmente estable, de autoconfianza, con una clara autoestima y con capacidad de socializar, relacionarse y perder el miedo a equivocarse. En resumidas cuentas, se limita su desarrollo emocional y de confianza con efectos no positivos en su madurez.

En su grado más extremo, nos encontramos en un escenario donde los padres reducen a la mínima expresión la tradicional cultura del esfuerzo, ese hábito de cierta importancia donde el resultado no era lo importante, sino el compromiso, la capacidad de sacrificio, el interés por lograr metas – grandes o pequeñas – y la satisfacción de lograrlas.

En los menores se ve claramente que cuando evolucionan y comienzan a realizar pequeñas rutinas, logran retos concretos, y avances en cuestiones básicas en materia de higiene, alimentación o en actividades de ocio expresan con orgullo sus logros. Cada logro por sí mismo – evidentemente desde la tutela y la seguridad de la mirada de los padres y madres – es una pieza más en el engranaje que se va construyendo en su personalidad, en su confianza en sí mismo y la certeza de que las cosas, se pueden lograr o no, pero desde luego merecen ser intentadas.

La falta de cultura del esfuerzo, ante el miedo a los efectos de la frustración o lo que socialmente se considera derrota o fracaso, hace que los adultos priven a sus hijos e hijas de edades tempranas hasta la adolescencia de determinas fases en su vida y experiencias donde hay cierto riesgo de lograrlas o no, y que por lo tanto o no se abordan o son resueltas directamente por los adultos. La conclusión de muchos estudios es que estos modelos derivan en una generación de adultos dependientes, insatisfechos y de baja autoestima cuando – por la edad o la evolución de la vida – pierden a este helicóptero que siempre ha sobrevolado velando por su bienestar y comodidad.

En la evolución de nuestros niños y niñas, debemos ser valientes para establecer con ellos modelos que favorezcan la superación autónoma de esos retos que, por muy pequeños que sean, harán que ellos se sientan cada día un poco más grandes. Y, lo que es importante, que desde temprano entiendan que equivocarse o no lograr el propósito es consustancial a la vida, no una derrota ni un fracaso, sino una prueba de la necesidad de volver a intentarlo o de buscar nuevos caminos diferentes para lograrlos.

En los primeros meses, cuando el bebé comienza a gatear, vemos como hay mil recursos que cada uno de ellos encuentran para sus desplazamientos antes de aprender a caminar. En realidad, no hay una manera estándar de gatear, cada bebé encuentra su forma de hacerlo, la que les resulta más cómoda, sin que ninguna merezca reproche por su imperfección, porque el éxito es encontrar el camino en ese aprendizaje.

Ese es el papel de los progenitores, ser capaces de introducir en su vida – ajustándose a su edad y su evolución – elementos que le inciten a intentar cosas nuevas, a evolucionar y a superar retos. Elementos que favorezcan su evolución intelectual, sus habilidades motoras, juegos en materia de hábitos para ganar autonomía en higiene y en la alimentación, proyectos de ocio, o interacciones con personas más allá del núcleo familiar más próximo. Autonomía, esfuerzo y responsabilidad son elementos que les ayudarán en su desarrollo emocional y psicológico. Ellos quieren y necesitan que sobrevolemos a su alrededor, pero no necesitan que ocupemos todo su espacio aéreo, sólo que seamos su torre de control que le dé seguridad en su día a día y en sus experiencias cotidianas en la fase de descubrimiento del mundo en el que se encuentran.

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