El proceso de desarrollo psicomotor entre los menores de tres años es una de las grandes carreras que el cuerpo el niño o la niña recorre desde que nace en busca de nuevas metas en cuanto a sus habilidades con el cuerpo. Con el objetivo paulatino de lograr una mayor autonomía y un mayor control de sus extremidades. Es un tránsito que depende, en gran medida, de la maduración del sistema nervioso de nuestro hijo o hija. Precisamente, esta evolución lenta del cerebro humano, que no termina hasta los 18 años, es lo que nos da ventaja como especie frente al resto del mundo animal.

Esta situación de desarrollo pautado, aunque no establecido, es lo que genera ciertas inseguridades y temores a los padres y madres, sometidos a la presión del “a esta edad tiene que….”. Una expresión popular de normalizar respuestas a lo largo de la experiencia que, no siempre, deben coincidir con el desarrollo de un niño o niña concreto. Es más, lo normal es que no coincidan, y que sean capaces de evolucionar en algunos aspectos físicos o cognitivos diferentes al resto, una vez avanzando en lo físico y otras en lo intelectual.

Por lo tanto, la primera máxima está clara. Tranquilidad, el bebé no trae instrucciones de desarrollo y avanzará en sus habilidades motoras a su ritmo. Al principio, con movimientos reflejos que ni él mismo puede contralar a determinados estímulos. Posteriormente, se hará con el control cada vez mayor de su cuerpo, generalmente empezando a controlar la cabeza, las piernas, el tronco y las manos. La psicomotricidad fina es algo que deberá entrenar a lo largo de su proceso de crecimiento, en las edades superiores a los tres años, incluso.

Es cierto que toda esta sensación de normalidad y de control de la ansiedad de los padres y madres, no debe estar exenta de una supervisión sin angustia de qué avances se producen. Primero, porque cada reto logrado por nuestro bebé siempre será un estímulo de alegría para nosotros; segundo, porque nos permite hacer vigilancia de su evolución en salud.

La respuesta a la luz, a los sonidos, a las caricias, el movimiento de sus extremidades, etc… son elementos que nos aportan señales y nos da información. La mejor manera de favorecer esto es la interactuación con el menor, el juego como ejemplo de vinculación emocional con nuestro hijo, de contacto directo con él, pero también como práctica de sus habilidades motoras.

En los primeros meses hay muchos juegos, vinculados a sus juguetes para su edad de entre 0 a 3 meses. Normalmente objetos llamativos, y sonoros. También, en posición tumbada boca abajo, rodearle de algún juguete llamativo para intentar que tenga el impulso – que no podrá lograr – de hacerse con él. Al revés, podemos elevarlo por los bracito para que vaya fortaleciendo su musculatura superior.

A estas edades, el nombre es importante. Así que llamarle suavemente, mirarle a los ojos o mostrarle colores llamativos son estímulos muy atractivos para ello. A edades más avanzadas, hay que intensificar los juegos, fortalecer la capacidad física del niño con tiempo en el suelo, ejercicios de desplazamientos, motivados por estímulos cercanos. El proceso psicomotriz se genera por la voluntad de movimiento, así que necesita mucho tiempo de juego con los padres y madres a ras de suelo. Al mismo tiempo, hay que acercarle el conocimiento y control del lenguaje, y los estímulos sensoriales que tanto enriquecen su crecimiento. Se trata de jugar y acompañarles en el proceso de aprendizaje psicomotor, seguramente el más importante de su vida.

Hitos de desarrollo

La evolución normalizada, como resultado del proceso empírico de control de miles de niños a lo largo de décadas en diferentes estudios, nos dice que, en los primeros meses, éstos son capaces de mover la cabeza, sonreír, fijar la mirada y reaccionar a las voces familiares o a los sonidos bruscos.

Su evolución continúa con la apertura de sus manos, los primeros balbuceos, la intención de agarrar objetos, aunque no lo logre siempre, y erguir la cabeza, una de las metas más importantes en el proceso de control de su propio cuerpo erguido y del caminar futuro.  Cuando supera los 9 o 10 meses logra sentarse, comienza a parlotear, controla ambas manos para asir objetos y dice sus primeras palabras, generalmente bisílabos.

Aunque sabemos que hay ritmos dispares, a los 12 meses se mantienen en pie, algunos ya caminan, y son proactivos a la hora de comunicarse, aunque carecen del dominio básico de la lengua. Más allá de los 15 meses es cuando puede ser una alarma a tener en cuenta si no es capaz de andar, no controla la pinza entre pulgar e índice y no verbaliza algunas palabras básicas.

Cuando este patrón empieza a no cumplirse en varias de las fases, es cuando se debe consultar con los profesionales, aunque es cierto que las constantes revisiones de pediatría permiten hacer seguimiento desde el principio de los comportamientos y de las habilidades que desarrolla y que no desarrolla. Lo que permite ofrecer una atención temprana en la mayoría de casos.

Pero sin duda, y, ante todo, hay que tener en cuenta que los niños no son máquinas clonadas, tienen sus tiempos, tienen sus reglas y tienen su propia evolución. Hay niños que van más rápidos, otros que van a su tiempo, niños capaces de verbalizar antes y niños con capacidades motoras también sorprendentes. No son mejores, ni siquiera más sanos, sólo son eso, niños y niñas.

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