Es común tener que hacer frente a la pregunta de parejas que rompen su relación y nos cuestionan sobre las claves para mantener una vinculación sana entre ellos en un nuevo escenario donde los adultos y el menor o menores pasan a un modelo de custodia compartida acordada en el proceso de divorcio. En estos casos, los adultos se preguntan qué hacer con los niños y niñas en estas circunstancias para que el impacto en los más pequeños sea el menor posible. La pregunta es oportuna, pero no es la más importante cuando la pareja se plantea esta situación. La primera pregunta que deberían plantearse no sería ‘¿qué hacer con los niños?’, sino ‘¿qué hacer con uno mismo y con la otra parte de la pareja (expareja en este caso) para no perjudicar al menor?

Este debe ser el punto de partida fundamental. La primera responsabilidad es con uno mismo. Esto exige al padre y a la madre del menor mucha generosidad consigo mismo, también con el otro u otra y, sobre todo, con los niños y niñas. Mucha madurez emocional, aplicar todos los recursos afectivos en sus hijos y mostrar toda la capacidad de cuidados con ellos. Evitar al máximo trasladar sentimientos negativos a los más pequeños sobre cuestiones que ni pueden comprender ni son parte de las circunstancias propias, sino que tiene más que ver con la vida en pareja de sus progenitores que se acaba de romper.

De cómo se sea capaz de gestionar este tránsito se producirá un proceso que puede ser positivo para el menor, donde comprobará que esta circunstancia de separación de sus padres no tiene por qué significar ruptura, sino transformación del núcleo familiar. Los menores muestran más flexibilidad mental y emocional a estos cambios que muchos adultos. Ayudarles es fundamental para evitar problemas emocionales y psicológicos en el futuro.

Cuando se establece una relación armonizada en este proceso, el menor no siente la separación como una pérdida. Incorpora a su rutina nuevos modelos de cooperación entre sus padres, con formas diferentes, pero con nexos comunes a la relación anterior de convivencia. Es cierto que cuando la separación se produce en la etapa de bebé hay ciertas complicaciones, debido a la mayor dependencia del menor con su madre, pero los acuerdos y la prioridad en el bienestar del niño puede superar cualquier hándicap sobrevenido.

Las claves sobre las que se nos preguntaba al principio, una vez superadas las cuestiones individuales de cada adulto, son muy básicas: respeto, espacio suficiente para compartir con el menor, normas comunes entre ambos padres, sostener la rutina del menor con los mínimos cambios posibles que no suponga dejar su entorno escolar, sus amistades, sus actividades deportivas o sociales, y – sobre todo – no utilizar al niño o niña como campo de batalla de los adultos.

Si bien un buen clima de convivencia generado en una crianza compartida en la distancia puede ser enriquecedora para todas las partes, el planteamiento contrario puede generar efectos nocivos en el presente y en el futuro del menor hasta tal extremo que puede condicionar su forma de relacionarse con el mundo cuando sea adulto.

En los peores casos, una mala gestión de los adultos genera malos resultados para los menores. Son comunes que estos niños y niñas que viven en la trinchera entre padres y madres en conflicto generen problemas de socialización, aislamiento e inseguridad. Todo ello deriva en cuestiones vinculadas a la depresión y a la baja autoestima, bajo rendimiento escolar, alteraciones del sueño, episodios de violencia, miedos y síntomas regresivos como la enuresis, retraso en el desarrollo del lenguaje u otras alteraciones no vinculadas a su edad.

En otros casos, cuando los menores tienen algo más de edad, se produce el fenómeno contrario – aunque en cierta medida igual de negativo – como puede ser la ‘parentalización’, es decir, cuando el menor asume el papel de padre o madre frente a sus hermanos menores, con la sobrecarga emocional de responsabilidad que ello supone. Es más, en algunos casos, pueden llegar a asumir el papel protector del padre o la madre, según la circunstancia.

En definitiva, estamos en una circunstancia donde toda la responsabilidad debe recaer en los adultos. De una situación de crisis de pareja, entendida como cambio, cabe plantearse si sus efectos deben concretarse en la relación de los adultos o los daños deben socializarse al conjunto, incluso a los menores que no pueden ser responsables de decisiones de terceros, como son sus padres.

Una custodia compartida puede desarrollarse con mínima afección al menor, puede ayudarle a entender mejor determinadas circunstancias, convertirse en lección de vida, o degenerar en el principio de afecciones psicológicas y emocionales que le pueden condicionar la vida de adulto. Los adultos deben tener claras los efectos colaterales de su modo de gestionar esta nueva realidad y evitar hacer rehenes a sus hijos e hijas, especialmente, cuando hay margen de que puedan normalizar sin problemas una nueva forma de relación con su padre y su madre.

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