Hay un dicho que afirma que la adolescencia no es problema de los jóvenes, sino una enfermedad temporal de los padres y madres. Por supuesto, es una exageración, pero acertada en el trasfondo de lo que nos ocurre en muchos casos.
La adolescencia se ha puesto de actualidad a través de los dramáticos sucesos acontecidos en Elche. Este tipo de hechos deben tomarse tal y como son, la excepción y la máxima expresión de situaciones límites. Pero permiten reflexionar, personal y socialmente sobre la adolescencia y sus efectos, tanto en los chicos y chicas que transitan por ella como en sus entornos, especialmente en el familiar.
La adolescencia como una suma de emociones, un cóctel de situaciones que generan conflictos, dudas, crispación e incertidumbre. Primero en ellos, los jóvenes, segundo entre los padres y madres que, en muchas ocasiones, terminan noqueados en este vaivén de respuestas emocionales complejas, cambiantes y diferentes en intervalo de tiempo tan seguidos.
Desde luego, el sujeto de la atención debe ser el adolescente. Entender el cambio – que generalmente olvidamos los adultos– ayuda a que este camino que deben recorrer inexorablemente sea de la manera más amable posible. Los chicos y chicas de esta edad tienen que asumir un cambio de rol tremendo entre la infancia y el periodo previo a la adolescencia. En ninguna otra faceta de su recorrido vital estarán en una situación comparable en cuanto a la magnitud de su transición. Se trata de un periodo de incremento de sus deberes, aumento de su responsabilidad, al tiempo que siguen sintiendo una merma de su libertad y de su autonomía personal.
Esta dualidad se manifiesta con la búsqueda de la ruptura de los límites establecidos, el anhelo de encontrar su identidad y espacio vital y, por lo tanto, en los intentos discontinuos de desapego con sus progenitores. Ello hace que se intente saltar la figura de autoridad que han representado padres y madres, profesores, etc… y se juegue – de manera inconsciente – a cuestionarlo todo generando conflictos frente a las normas establecidas. No es más que una manera de encontrarse. Lo que debemos intentar es que no se pierdan.
Para ello, es importante detectar cuáles son los comportamientos comunes de este periodo de la vida sobre aquellos que deben despertar nuestro sistema de alerta como adultos o progenitores.
La bronca, el berrinche, el juego de las mentiras, el reto, etc… siempre y cuando no sobrepase el control del adulto, no se ponga en riesgo la salud del joven ni de terceros, es lo normal. De hecho, es una señal de alerta cuando a estas edades el conflicto es cero, la falta de enfrentamiento del adolescente con el mundo es nulo y su capacidad de ‘tradicional rebeldía adolescente’ invisible. Debemos ser vigilantes ante la manifestación de una situación que debe ser común entre ellos, y que su inexistencia emite también señales, sobre los desórdenes emociones, la búsqueda propia de su futura identidad como adulto o las dudas afectivas. Una falta de empatía con el mundo es señal de alerta.
Dicho de otro modo, si nuestro hijo o hija lo que busca es pasar más tiempo con sus amigos, le falta disciplina a la hora de levantarse para ir a clase o comenzar a realizar sus tareas, manifiesta tristeza o ansiedad en determinadas situaciones, necesita más horas de sueño o incrementa su apetito, está preocupado por su apariencia física o experimenta con sustancias como el tabaco, el alcohol o el sexo… todo ello es normal. Deja de serlo cuando se acerca a determinados riesgos o roza lo delictivo; cuando hay una obsesión por su figura, o bien por el exceso de ejercicio o por la reducción drástica de la alimentación. También debemos atender los comportamientos continuados de apatía o tristeza o, en su caso, una absoluta reclusión social. En estos casos, la consulta concreta al profesional es determinante para actuar a tiempo.
Entender como normal lo que no es, puede hacer que lleguemos tarde. Porque en muchas ocasiones, comportamientos adolescentes se producen cuando hay una disfunción entre los roles de hijo/a y sus progenitores, que son fruto del respeto a la autoridad, a los límites establecidos y a las responsabilidades de cada uno de las partes. La educación respetuosa se debe cimentar en el cumplimiento de cada uno de las funciones de ambas partes, no en la dejación de una de ellas, generalmente de los padres o madres.
Por eso, disponer de los canales de comunicación, pactar acuerdos y límites -aunque intenten saltárselos – son básicos para el equilibrio del menor y del conjunto de la familia.
Es básico para ellos mantener actividades con el conjunto de la familia, tener claras las normas, los límites y su ámbito de libertad que debe ir ganando. Todo ello es más fácil cuando hay un claro sentimiento de respeto – que debe ser mutuo – a los horarios y rutinas, tanto de ocio, estudio o encuentros familiares (como las horas de las comidas). Las amistades a estas edades son básicas para su desarrollo personal y social, elemento que los adultos debemos entender. Para su bienestar, es importante vigilar y ayudarles en su alimentación sana, en los hábitos de descanso y en la necesidad de la práctica deportiva.
Es un conjunto de acciones que, entre todos, podremos superar esta etapa de los chicos y esta enfermedad de los padres y madres. Ánimo.